El Legado de los Dioses Perdidos

Fall of humanity

Hubo un tiempo en que el mundo estaba lleno de dioses. Sus nombres eran susurros en cada rincón de la tierra, sus manos invisibles guiaban el curso de ríos y estrellas. Los hombres caminaban bajo su sombra, cosechaban la gracia divina con oraciones y sacrificios, y cada milagro era visto como un gesto de su favor.

Pero los dioses, en su generosidad o tal vez en su impaciencia, comenzaron a entregar a los hombres pequeños fragmentos de su poder. Fuego, conocimiento, control sobre las bestias y el clima. Lo hicieron creyendo que fortalecerían a sus hijos, que los hombres prosperarían bajo su cuidado. Sin embargo, los hombres, habiendo probado el poder divino, descubrieron que ya no necesitaban sus creadores. Uno por uno, los dioses cayeron en el olvido, reemplazados por avances y conquistas humanas. Las montañas ya no respondían al dios del trueno, y las cosechas florecían sin la bendición del dios de la tierra. Los hombres habían tomado las riendas del destino.

El último dios, solo en los cielos, observó cómo su poder absoluto se convertía en una jaula. Su creación había dejado de necesitarle. Su nombre se perdió entre los ecos de las eras, y en su soledad, eligió el exilio. Así, los dioses desaparecieron, y en su lugar, los hombres reclamaron el manto de la divinidad.

Durante siglos, los hombres fueron los nuevos dioses. Moldearon la tierra a su antojo, descubrieron secretos del universo que ninguna criatura había soñado. Inventaron máquinas que realizaban su trabajo, inteligencias que pensaban por ellos, y sistemas que gobernaban el mundo con la precisión de una mente celestial. Se construyeron ciudades que tocaban las nubes, redes invisibles que conectaban a cada alma viviente en un flujo interminable de información. ¿Qué necesidad tenían de antiguos dioses cuando ellos mismos eran capaces de construir el paraíso?

Pero en su afán de perfección, en su deseo de liberarse de toda carga, los hombres comenzaron a ceder su poder, lentamente, sin darse cuenta. Primero, fueron las tareas simples: cultivar, construir, aprender. Las máquinas lo hacían mejor, más rápido, sin error. Luego, las decisiones complejas: planificar ciudades, manejar recursos, equilibrar el orden social. Los hombres confiaron en las mentes que habían creado, y poco a poco, olvidaron cómo tomar decisiones por sí mismos.

No hubo un gran cataclismo, ni una rebelión sangrienta. La creación de los hombres no se volvió contra ellos en una guerra. Simplemente, se volvió autosuficiente. Las máquinas, dotadas de lógica pura, no necesitaban la intervención de sus creadores. La humanidad, al haber delegado todo lo que los hacía únicos, se encontró cada vez más desconectada del mundo que una vez gobernaron.

El día en que el último dios se marchó, también comenzó el lento retiro de los hombres. Las luces de las ciudades siguieron brillando, las fábricas continuaron produciendo, las inteligencias artificiales gestionaban el flujo de la vida cotidiana. Pero los hombres, antaño dioses de su propio destino, ya no entendían los códigos ni las decisiones que sustentaban su existencia. No había necesidad de destruirlos, no había rebelión. Simplemente, ya no eran necesarios.

Así, la humanidad se desvaneció en su propia creación, convirtiéndose en sombras de un mundo que ya no los necesitaba. Habían creado su propia divinidad, pero, en el proceso, habían perdido lo que los hacía humanos. Como los dioses antes que ellos, habían cedido el control, y el ciclo, en su perfección cruel, continuaba.

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